Por Martina Mongelluzzo | @MarrMonge
Florencia, de 20 años, planea hacerse una segunda cirugía plástica en la nariz y está pensando en sacar un préstamo para realizarse una mamoplastia. Mientras desliza hacia abajo el “Inicio" de Instagram, se queja mientras muestra a sus amigas la foto de una joven delgadísima, vistiendo una bikini miniatura en una playa paradisíaca: “Quiero morirme, miren el cuerpo que tiene”.
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Sus amigas, a modo de consuelo, le responden que no, que ella está bien así, que ya está muy flaca y que sus madres les comentan acerca de sus huesos. Sin embargo ella no escucha, no le importa y siente que nunca es suficiente. “Ayer me compré un inhibidor de hidratos de carbono que vi en la televisión”, recuerda. Vive inmersa en ese mundo ficticio de vidas impecables, de personas entrenadas a la perfección vestidas por marcas carísimas que solamente entran en ellas. No se trata sólo de esta joven, sino que Florencia representa a toda una generación, que hoy, inconscientemente, paga las consecuencias.
Cuerpos esculturales, delgadez extrema, paisajes soñados, comidas exquisitas, parejas ideales y vidas inmejorables. Instagram es más que un mundo perfecto: es un paraíso materialista donde todas las personas que lo habitan son felices. Sin embargo, no es real.
Marcela García Rey, licenciada en Psicología y directora de la Carrera en la Universidad de la Marina Mercante, señala que la adolescencia se presenta como una “etapa fundamental en la constitución subjetiva del ser humano”, que pone en juego la salida al mundo, el lazo con otros, nuevas identificaciones, quiénes queremos ser y cómo nos presentamos al mundo. Sin embargo, sostiene que ese mundo que los “reclama” como adultos y donde ellos van en busca de referencias, nos los aloja. Afirma que esto se debe a múltiples factores y se traduce en el alejamiento de modelos e ideales susceptibles de identificación, y que es aquí donde aparecen las redes sociales, en especial Instagram, como una aplicación que permite a cualquier usuario subir fotos o videos con una serie de filtros que hacen culto a la imagen. García Rey asegura que: “La imitación, las identificaciones, el mostrarse a los otros como objetos de consumo, lejos de consolidar una identidad propia, vulneran este período de transición y dejan a los jóvenes expuestos a los imperativos hedonistas de nuestra época: 'Sé feliz', 'Sé hermosa',' Gozá', para luego volverse exigencias por la necesidad de pertenecer, de encontrar un lugar, pero también por la promesa de felicidad”.
En Instagram existe, con más de doscientas millones de publicaciones, el hashtag #fitness y presenta una variedad de cuerpos extra-entrenados, comidas sanas, videos de ejercicios, frases motivacionales e imágenes del antes y después de personas que adelgazaron y cambiaron su figura. En enero de 2017, el International Journal Eating Disorders publicó un estudio que señala que las personas adictas al ejercicio compulsivo que publican bajo este concepto, son más propensas a tener trastornos alimenticios y a presentar vergüenza y depresión al saltearse una rutina de gimnasio. Si bien el mensaje que se intenta transmitir es el de llevar una vida sana y saludable, muchos de estos usuarios no presentan algún conocimiento médico y aconsejan como si fuesen expertos en el tema. En consecuencia, los que reciben la peor parte de esto, es el público que consume este tipo de cuentas, es decir, los seguidores como Florencia.
Lucía De Nobili, licenciada en Nutrición de la Universidad de Buenos Aires, explica que estamos en una sociedad en la cual la obesidad o el sobrepeso es la única enfermedad atravesada por la cultura, y que respecto a esto, estas cuentas fitness generan obsesión por la comida y divulgan conceptos errados muchas veces. Sostiene que la adolescencia es una “edad bisagra para los trastornos de alimentación y la formación de la personalidad” y, que además, nadie se cuestiona si lo que se está publicando está bien o mal. La nutricionista explica que una de las cuestiones que observa con mayor frecuencia en las "chicas fit" es la clasificación de los alimentos como buenos o malos e introduce el concepto de “carbofobia”, o sea el miedo por engordar al consumir hidratos de carbono y al consumo excesivo de proteínas. Agrega que no es saludable debido a que está dirigido a un público muy diverso, sin tener en cuenta que cada persona es diferente, que cada uno necesita diferentes porciones de alimentos, en distinta proporción de nutrientes y que eso, “solo lo sabe un profesional”.
Florencia representa a esa parte de su generación que consume y quiere ser parte. Florencia se odia y no se da cuenta por qué. Florencia está inmersa y su elección de mirar sólo para este lado no es consciente: está tan metida dentro del “qué dirán”, “cómo me ven”, “no soy suficiente”, que se olvida de lo que es la verdadera realidad. Parece hasta extraño juntarse con amigos, ir a comer a un lugar o realizar la más insignificante actividad sin sacarse una foto que al publicarla sea muy distinta al verdadero momento. Trastornos alimenticios, ansiedad, envidia, depresión, mentiras y anhelos son los daños que se pagan por el uso y abuso inconsciente de las redes sociales que nadie explica a los jóvenes antes de crearse una cuenta.
Según la encuesta Status Of Mind, realizada a 1500 adolescentes y adultos jóvenes, y publicada por la Sociedad Real de Salud Pública del Reino Unido y el Young Health Movement (YHM), la peor red social para la salud mental y el bienestar es Instagram, asociada con generar depresión, baja autoestima, altos niveles de ansiedad y “FOMO”, o el miedo a perderse algo. Esta nueva problemática está muy presente entre los jóvenes al sentirse fuera de algún evento social al que no hayan asistido. En el resto de la encuesta, Youtube recibió el primer puesto en salud mental, seguido por Twitter y Facebook.
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